Hay
una cosa que me llama mucho la atención y es ver a la gente hablando con el
móvil en mitad de la calle, como si estuviesen solos en el mundo y no hubiese
nadie más. Es curioso, realmente. Demuestra con claridad la facilidad que tienen
de aislarse totalmente y olvidar lo que hay a su alrededor.
No
es que yo vaya por ahí poniendo la oreja, ni que sea cotilla y curiosona. No,
qué va. Lo que pasa es que no lo puedo evitar. Si se me pone alguien al lado y
empieza a chillarle al teléfono ¿Qué le voy a hacer? No me puedo tapar los
oídos. No me queda más remedio que escuchar, quiera o no quiera.
Un
día, por ejemplo, estaba yo en el autobús y el chico que estaba sentado delante
iba soltando a voz en grito todos sus trapicheos, dónde se compraba la droga en
su pueblo y a quién, con todo detalle.
Hasta
leí hace poco una noticia sobre un hombre al que habían detenido porque iba en
el tren contando por teléfono que había matado a no sé quién y resultó que su
compañero de asiento era policía y, claro, en cuanto se bajaron del vagón lo
arrestó.
Y,
bueno, la conversación que escuche ayer en el autobús me dejó perpleja. Es
cierto que no conseguí averiguar si lo decía en broma o en serio, pero la
verdad es que su tono era contundente. Iba mirando por la ventana cuando oí de
repente:
-“Quiero
ser una mujer objeto, quiero que me mantengas y dedicarme a cuidarme y a hacer
cursos de cocina.”
Mi pensamiento fue inmediato: “Al menos quiere
aprender a cocinar”.
Que cada cual saque sus propias conclusiones. Lo que
sí que tengo claro, claro como el agua,
es que muchas, muchísimas veces, nosotras mismas nos convertimos en nuestro
peor enemigo.