Debo reconocer que durante años me aparté completamente de todo lo relacionado con los trastornos de la alimentación. No miré blogs ni leí nada sobre ello. Pensé, incluso, que habían desaparecido. Ignoré las señales que la vida, con su propio tono y a su manera, me proporcionaba. Chicas en el gimnasio que hacían una hora de step con sus cuerpos escurriéndose por la ropa de deporte ancha, muy ancha, que llevaban. A cada paso, más escurrido. Una planta arriba, dos, tres y su cuerpo cada vez más abajo. Adolescentes que les gritaban a sus madres en el vagón del tren que eran unas pesadas porque les aconsejaban -sólo se atrevían a aconsejar con voz trémula - que estaban adelgazando mucho. No seas pesada, mamá. La madre, con los ojos acuosos, agachaba la cabeza. No seas pesada, mamá. La madre suspiraba. Mujeres que en los restaurantes les decían a sus hijas adolescentes que no tenían que comer tanto si no querían coger peso. Para no ser pesadas. Chicos que cuando hablaba en mis clases de la ansidad y de la estética dejaban sus móviles - sí, ahora los chicos sacan el móvil en clase - y me miraban fijamente. Con ojos acuosos. Con mirada pesada.
Cuando después de ese paréntesis volví a interesarme por los trastornos de la alimentación me encontré con las tristemente célebres princesas ana y mía (me niego a escribirlo en mayúsculas). Chicos y chicas que deseaban ser anoréxicos y anoréxicas. No a tener la enfermedad (lo que tenemos es accesorio, no nos define), sino a serlo. Es decir, querían construir su identidad a partir de la anorexia. Mi pregunta fue: ¿Por qué? ¿Por qué alguien querría estar enfermo? Es más, ¿por qué alguien querría ser un enfermo? No tuve que buscar mucho para encontrar las respuestas. Una larga lista de cualidades atribuidas a las personas con anorexia me lo explicaban. Eran guapas, estilizadas, fuertes, inteligentes y atraían. ¿Quién no querría, pues, ser una de esas princesas? Lo malo es que las personas casi nunca decimos lo que queremos decir. Somos maestros del lenguaje oblicuo, subyacente. Decimos una cosa cuando queremos decir otra. Intenté bucear en ese lenguaje oculto y me encontré con una idea que se repetía en todas sus afirmaciones: la necesidad de ser especial, diferente. Esto ya es otra cosa, pensé. Ahora ya podemos empezar a hablar.
Hay una contradicción que siempre me ha parecido llamativa. Por una parte, todos queremos ser originales, únicos, especiales. Las infidelidades, por ejemplo, no duelen tanto por el hecho en sí mismo como por la revelación, dura revelación, de que no somos insustituibles. Pero, por otra parte, muchas personas sufren cuando son diferentes. El patio del colegio suele ser el terreno donde esa diferencia se pone a prueba.
Queremos ser especiales, afirma el pensamiento distorsionado de las princesas ana y mía (ellas no lo dicen, su voz está secuestrada por la enfermedad). Pero ¿cómo van a serlo en un mundo donde prima la delgadez? ¿Alguien les ha explicado a estas chicas y chicos que la originalidad, que no lo es en este caso, cuando es de muchos se parece al aborregamiento? ¿Que elegir estar enfermo es perderse a uno mismo?
Espero que alguien les explique también que su concepto de élite es totalmente erróneo, totalmente perverso en el sentido de que perturba su propio significado. La única elección posible es la vida. Sólo siendo uno mismo, sólo recuperando la libertad, se puede ser especial, si es que alguien lo es. Quizá es el momento de cuidar la palabra normal. Ser normal parecer ser, hoy en día, la única forma de ser distinto.