viernes, 22 de noviembre de 2013

Las princesas ana y mía o la perversión de las élites


Debo reconocer que durante años me aparté completamente de todo lo relacionado con los trastornos de la alimentación. No miré blogs ni leí nada sobre ello. Pensé, incluso, que habían desaparecido. Ignoré las señales que la vida, con su propio tono y a su manera, me proporcionaba. Chicas en el gimnasio que hacían una hora de step con sus cuerpos escurriéndose por la ropa de deporte ancha, muy ancha, que llevaban. A cada paso, más escurrido. Una planta arriba, dos, tres y su cuerpo cada vez más abajo. Adolescentes que les gritaban a sus madres en el vagón del tren que eran unas pesadas porque les aconsejaban -sólo se atrevían a aconsejar con voz trémula - que estaban adelgazando mucho. No seas pesada, mamá. La madre, con los ojos acuosos, agachaba la cabeza. No seas pesada, mamá. La madre suspiraba. Mujeres que en los restaurantes les decían a sus hijas adolescentes que no tenían que comer tanto si no querían coger peso. Para no ser pesadas. Chicos que cuando hablaba en mis clases de la ansidad y de la estética dejaban sus móviles - sí, ahora los chicos sacan el móvil en clase - y me miraban fijamente. Con ojos acuosos. Con mirada pesada.

Cuando después de ese paréntesis volví a interesarme por los trastornos de la alimentación me encontré con las tristemente célebres princesas ana y mía (me niego a escribirlo en mayúsculas). Chicos y chicas que deseaban ser anoréxicos y anoréxicas. No a tener la enfermedad (lo que tenemos es accesorio, no nos define), sino a serlo. Es decir, querían construir su identidad a partir de la anorexia. Mi pregunta fue: ¿Por qué? ¿Por qué alguien querría estar enfermo? Es más, ¿por qué alguien querría ser un enfermo? No tuve que buscar mucho para encontrar las respuestas. Una larga lista de cualidades atribuidas a las personas con anorexia me lo explicaban. Eran guapas, estilizadas, fuertes, inteligentes y atraían. ¿Quién no querría, pues, ser una de esas princesas? Lo malo es que las personas casi nunca decimos lo que queremos decir. Somos maestros del lenguaje oblicuo, subyacente. Decimos una cosa cuando queremos decir otra. Intenté bucear en ese lenguaje oculto y me encontré con una idea que se repetía en todas sus afirmaciones: la necesidad de ser especial, diferente. Esto ya es otra cosa, pensé. Ahora ya podemos empezar a hablar.

 Hay una contradicción que siempre me ha parecido llamativa. Por una parte, todos queremos ser originales, únicos, especiales. Las infidelidades, por ejemplo, no duelen tanto por el hecho en sí mismo como por la revelación, dura revelación, de que no somos insustituibles. Pero, por otra parte, muchas personas sufren cuando son diferentes. El patio del colegio suele ser el terreno donde esa diferencia se pone a prueba. 

Queremos ser especiales, afirma el pensamiento distorsionado de las princesas ana y mía (ellas no lo dicen, su voz está secuestrada por la enfermedad). Pero ¿cómo van a serlo en un mundo donde prima la delgadez? ¿Alguien les ha explicado a estas chicas y chicos que la originalidad, que no lo es en este caso, cuando es de muchos se parece al aborregamiento? ¿Que elegir estar enfermo es perderse a uno mismo?

Espero que alguien les explique también que su concepto de élite es totalmente erróneo, totalmente perverso en el sentido de que perturba su propio significado. La única elección posible es la vida. Sólo siendo uno mismo, sólo recuperando la libertad, se puede ser especial, si es que alguien lo es. Quizá es el momento de cuidar la palabra normal. Ser normal parecer ser, hoy en día, la única forma de ser distinto.



miércoles, 20 de noviembre de 2013

Memoria de mis NAVIDADES FELICES

-¿Recuerdas cuánta ilusión nos hacía que llegara la Navidad cuando éramos niñas? – me preguntó una vez mi hermana Sandra.
-Pues sí, me acuerdo. Recuerdo que en cuanto comenzábamos a ver los primeros anuncios de juguetes por la tele empezábamos a ‘pedírnoslo todo’ para empezar a redactar la carta a los Reyes.



Nuestra carta no consistía en elegir cada una lo que quisiera y escribirlo, no. Ideábamos un arduo plan (que solo conocíamos nosotras) que consistía en repartirnos los juguetes que cada una iba a pedir a los Reyes Magos. ¡Nosotras sí que sabíamos! Nuestra intención era tener el doble de cosas con las que jugar; las que yo había pedido y las que había pedido ella. Aunque llegar a un acuerdo con ella sobre lo que nos gustaba a ambas era harto complicado, porque teníamos gustos muy diferentes, pero no importaba, porque cuanto más difícil era, más interesante y divertido nos parecía. ¡Nos lo tomábamos tan en serio! como si la supervivencia del mundo dependiese de ello. Poníamos tanta pasión y tanto desempeño que, cuando las negociaciones terminaban y los Reyes nos traían nuestros regalos, nos quedábamos un poco vacías. Después de tanto trajín, había que esperar otro año entero para vivir aquella experiencia llena de magia otra vez.

A mi hermana y a mí nos encantaba hablar antes de estas cosas. Rememorar viejos tiempos, volver a nuestra infancia y recoger momento a momento aquellos instantes que no deseábamos perder jamás. Siempre habíamos sido buenas amigas, un buen complemento la una para la otra. Hablar con ella ahora era más complicado, por eso me gustaba recordar a solas lo que antes solíamos recordar juntas.

-¿Y te acuerdas de cuando papá nos daba una colleja en la mano cada vez que intentábamos coger un trozo de turrón cuando él estaba preparando la bandeja? –me decía riendo.
-¡Jajaja, sí, ya lo creo que me acuerdo! -le respondía yo- Parece que yo no aprendía jamás. Me llevaba más tobas en Navidad que durante el resto del año. ¡Pero me fastidiaba tanto que no pudiéramos comer ni un trocito hasta después de la cena de Nochebuena! Qué manía más tonta la de papá. 

Qué felicidad sentíamos en el momento en el que acabábamos la primera cena de la Navidad, recogíamos la mesa y poníamos los dulces sobre ella. Polvorones, turrón de chocolate, almendrados… todo tipo de delicias que no comíamos con frecuencia durante el resto del año íbamos a comerlas ahora. Pero lo más importante en ese momento es que estábamos nosotras junto a nuestra familia, en nuestra casa, el Belén y las luces de colores… era todo especial. Nada tenía más importancia de lo normal.

En nuestras miradas se percibía el brillo y la luz de quien es profundamente feliz. Las sonrisas salían solas sin tener que hacer demasiado esfuerzo y las conversaciones entre nosotros eran alegres, fluidas y animadas.

Sandra no pensaba en cuánto engordaban los turrones o en cuál sería el mejor momento para salir a vomitar al baño sin ser vista. Nadie pensaba en cuánto engordaban los turrones o en cuál sería el mejor momento para salir a vomitar al baño sin ser visto.

Es en este momento cuando salgo de mis alegres ensoñaciones. 

Porque sigo sin poder creer que un número en una báscula haya acabado destruyéndolo todo. 


martes, 19 de noviembre de 2013

Si quieres, puedes

Este es el testimonio que nos ha enviado una chica para demostrarnos que muchas de las limitaciones que aparentemente se nos cruzan en el camino, están, en realidad, en nuestra propia mente. Su mensaje es claro: ¡Podemos!





"Como habréis oído o leído en muchas ocasiones o, si habéis sufrido un TCA habréis vivido, parece que padecer anorexia o bulimia debería ser algo de lo que avergonzarse. Algo por lo que señalarte con con el dedo, por lo que te sintieras tonta por haber caído en la trampa. 

En este fragmento os quiero explicar cómo esa mentalidad se puede cambiar y se puede estar orgullosa de una misma. Pero para ello es necesario luchar mucho y tener paciencia. UN TCA SE CURA y al final del camino hay una felicidad increíble, mucho mayor que la que cualquier otra cosa te pueda aportar: descubrirte a ti misma. 

Hacia 2011 empecé a sentirme rara. Hacía años que había superado la anorexia en sí y, en cambio, sentía que no todo estaba completo. Mi relación con la comida era saludable pero mi cuerpo me decía que eso ya no era suficiente, que quería disfrutar comiendo. Ante ello, mi psicóloga me animó a ser libre, a dejar que mi cuerpo hablara por mí y que me guiase por él. Al principio eran cositas pequeñas, como comer en Navidades más turrón si me apetecía o comprarme golosinas una tarde. Tras unas semanas así, tenía la sensación de que estaba perdiendo el control y mi cabeza, que seguía descolocada, me pidió que fuera poco a poco. Tuve apoyo en estos momentos y al poco tiempo volví a intentarlo. De nuevo lo mismo…  Era normal, pero tenía que seguir intentándolo.

Hace poco menos de un año, un día me pregunté, sin querer: ¿Cuánto tiempo llevo sin agobiarme? Y se me había olvidado la última vez que lo había hecho. Fue un momento muy especial, porque en ese momento sentí verdaderamente que tenía las riendas de mi vida. No porque no me agobiara la comida sino porque el miedo patológico había desaparecido de todas las facetas de mi vida.

Durante varios años la obsesión por todo había mermado mi persona, había echado tierra sobre mi esencia: la comida, los estudios, la aprobación ajena, el trabajo… Y me había perdido, dejándo sólo ver la parte oscura de mí. Pero ese día estaba llena de energía. La chica acomplejada había pasado a ser una adulta que apreciaba cada una de las curvas, lunares y dimensiones de su cuerpo. La estudiante modelo había sido derribada por una maestra decidida a dar lo mejor de sí misma sin intentar agradar a todos. La adolescente indecisa se había retirado ante una mujer que aceptaba que hacía las cosas a veces bien, a veces mal y otras veces como buenamente sabía.

Los días grises se acabaron. Ya no aguantaba que mi alrededor se preocupara de nimiedades ni que me arrastraran a pozos sin fondo. Ahora luchaba por la libertad de mi persona, por vivir cada momento como irrepetible, por aprovechar las miajas del tiempo para construir una vida feliz. Esta nueva actitud me permitió hablar, decir lo que pensaba, decidir, equivocarme, probar…Hacer mi propio camino, sin que nadie lo construyera por mí. Y así llegué a terminar una carrera, encontrar un trabajo, mantener cerca de mí a las personas que verdaderamente me importan, deshacerme de los que consideraba piedras en mi camino, ir de compras con una sonrisa, organizar cenas con mis amigos, descubrir en mi pareja cosas que mi capa negra no me había dejado ver…
 
Para que podáis entenderlo, me di cuenta de que no es que mi cerebro ni mi personalidad estuvieran mal, sino que era uno de los esclavos de Miguel Ángel: era una esclava de un mundo mal entendido bajo un pétrea capa de mármol y ahora estaba esculpiendo mi forma, liberándome de aquella pesada carga que no me permitía quererme a mí misma.



Os he escrito este testimonio para que cuando os surja en vuestra cabeza la misma pregunta que me surgía a mí, tengáis la respuesta que os llene de fuerzas:
¿Por qué seguir luchando si esto no parece tener fin? Porque sí que tiene fin, aunque no lo parezca y ese fin es muchísimo más maravilloso de lo que podáis imaginaros".

viernes, 15 de noviembre de 2013

¡Oh, Dios mío! ¡Han matado a Ken!




Miro el catálogo de juguetes de estas Navidades que mi sobrina sostiene entre sus manos de tres años. Muy seria, con un peso y un aplomo desconcertantes para su edad, me explica cuáles son sus elecciones y por qué. Pasa las páginas. Muñecos de peluche. Redondos, de ojos enormes, preparados para que nos gusten. Juegos de construcción. Cocinitas. Para Bebés. A partir de un año. Más de dos años. Según avanza la edad recomendada, los muñecos se estilizan. Los ojos siguen siendo enormes, estratosféricos en un cuerpo espigado, esquelético. Monsters-High. Verdaderamente monstruosas, sí. No por sus maquillajes ni por su aspecto de zombie, sino por sus cuerpos imposibles, deformes, de una delgadez insultante.

El gran triunfo de las Bratz, muñecas también monstruosas, fue alejarse del modelo tradicional de las Barbies. Las niñas no querían parecerse a la Barbie, que podría ser su madre. Deseaban ser como sus hermanas mayores. Deseaban tener una melena que les llegara al suelo, zapatos de plataforma y no de aguja, ojos rasgados, piernas kilométricamente delgadas y, a juzgar por las Bratz, deseaban también ser llamativamente cabezonas (esto último nunca lo entendí). Ese modelo se extendió y aparecieron nuevas muñecas con el mismo estilo. La Barbie, sin ir más lejos, también rejuveneció.

Mi sobrina continúa pasando las páginas, respondiendo con una creciente impaciencia a mis preguntas, cortándome tajantemente con un: Me gustan porque me gustan, tita, no seas pesada. Y, de repente, lo veo. Me viene a la cabeza la serie South Park y digo en voz alta: ¡Oh, Dios mío! ¡Han matado a Ken! Mi sobrina me mira desconcertada. Señala hacia el muñeco adolescente, vestido con unos pantalones pirata y una sudadera, y me dice: No, tita, Ken está aquí. ¿No lo ves?








Claro que lo veo. Veo un muñeco tremendamente delgado, como si hubieran exprimido al Ken que había en mi época. Un Ken clavado a Edward Cullen, es decir a Robert Pattison. Un Ken afeminado, frágil, prerrafaelita, que parece el hermano pequeño (o incluso el hijo) de la Barbie. 

Hablamos en otra entrada de la Barbie, de sus medidas imposibles y yo me pregunto: ¿Qué ha pasado también con Ken?  Definitivamente, alguien lo ha matado.

jueves, 14 de noviembre de 2013

La cultura de lo light, lo sano y lo natural

Hay un pasaje (de la página 66 a la 84) del libro "Delgadas" de Nuria Molinero que me gusta mucho porque describe con una acidez e ironía exquisitas las creencias e ideas de la sociedad en la que estamos viviendo día día. Y es que a decir verdad la línea entre lo considerado "normal" y lo considerado "enfermedad" es tan fina que muchas veces es difícil distinguir...

¿Acaso es normal la sociedad? ¿No es ella misma la que nos sitúa en el borde del precipicio? Creo sinceramente que sí. Que unas enfermen y otras no ya depende de otros factores que no son objeto de análisis hoy. 


La cultura de lo light


Aquí os dejo algunos de los fragmentos más interesantes:

"En esta sociedad de culto al cuerpo, de la eterna juventud, de "sin" (sin grasa, sin arrugas, sin pelos, sin carnes, sin calorías, sin azúcar... sin nada, cero en todo), la delgadez goza de una excelente prensa, puesto que se identifica con todo lo codiciable y admirado, con el éxito, con la felicidad, la belleza y la salud".

"Los anuncios que nos alientan a adelgazar y nos aseguran tan feliz resultado sin esfuerzo, sin pasar hambre, rápidamente, solo con unas pastillitas o un batido o unas barritas o unos cereales, o lo que sea que nos quieran vender prometiéndonos la suprema felicidad por el mero hecho de comprar lo anunciado, se encuentran en todos los medios de comunicación. Es imposible escuchar la radio, ver la televisión o leer una revista sin que nos topemos con ellos. No hay manera de evitarlos cuando andamos por las calles de cualquier ciudad, en las marquesinas de las paradas, en gigantescos carteles, en el metro, en los mismos escaparates de las farmacias". 


"Las campañas oficiales para combatir el aumento de la anorexia y la bulimia tampoco es que ayuden mucho, la verdad, cuando no son sencillamente contraproducentes. Las enfermas no se identifican con esas chicas escuálidas y de aspecto cadavérico que las protagonizan, porque no se ven así y, de hecho, muchas veces no lo están. Pero peor es cuando sale la típica modelo explicando que se ha curado pero enseñando un cuerpo muy delgado, que no casa con el que tiene la mayoría de mujeres".


"Se supone que todo el mundo está enteradísimo de lo que pasa y anda a la última "la sociedad de la información", la llaman, pero los disparates que suelta la gente, con total desparpajo, cuando se pone a pontificar sobre la comida y la nutrición, son de caerse de espaldas, espeluznantes. Y cuando ya nos adentramos en el mundo de la anorexia y la bulimia, los desatinos suben de tono hasta sobrepasar toda medida. El trabajo dedicado a enseñarles en qué consiste una alimentación adecuada resulta totalmente baldío, es tiempo gastado en vano, sus mentes son incapaces de asimilar lo que se les dice. Y aún peor, cuando ponen los pies en la calle los mensajes que encuentran por doquier se encargan aparentemente de darles la razón".


"Es interminable la lista de productos  milagro: SIN, BAJOS, CERO. Todos ellos, sin excepción, con letreritos muy vistosos nos dejan claro, para que no haya equivocación posible, que son sanos, ligeros y naturales. Los mejores, vamosReclamos con los que martillean nuestras cabezas constantemente, hincándolo hasta el fondo para que no pueda sacarse. Una vez establecida esta verdad el siguiente paso es fácil y sencillo: los que consumen estos productos siempre están delgados, y se vuelven los tipos más sanos y bellos que se hayan visto desde los albores del tiempo".

"En el supermercado, es frecuente que al lado del paquete de jamón serrano, nos topemos con una bandeja de pavo en la que pone '100% libre de grasa'. No sé muy bien qué significa esto, pero el hecho es que su consumo es enorme. Es increíble su éxito, ha ganado la batalla a toda  su competencia, barriéndola. No acabo de entender por qué la gente está convencida de que es sanísimo, lo que equivale a que engorda muy poco. No cabe duda de que las campañas de publicidad del pavo han estado muy acertadas, tanto que todo el mundo come pavo a mansalva, pavo, pavo, solo pavo. Claro que cuando hablamos de pavo no nos estamos refiriendo a un señor pavo de cinco kilos asado en el horno. El pavo -si es que realmente lo es- se lo zampan de mil y una maneras, pero jamás se meten un verdadero pavo entre pecho y espalda. Lo suyo es tomarlo en salchichitas, filetitos de pechuga desgrasados, en fiambre, etc. Pero siempre con aspecto de plástico".

En fin, en las páginas que os he señalado habla de más cosas, hace mención al eterno odio que se profesa hacia el azúcar. Se refiere también al elaborado mundo de los tipos de leche, los tipos de yogures, las bebidas e incluso los tipos de agua (porque no vale cualquier tipo de agua, por supuesto).

Lamentablemente ese es el mensaje que nos transmiten a diario. De la publicidad (QUE SOLO BUSCA TU DINERO) acaba trascendiendo a  las creencias de la gente, que acaban por asumir como cierto que para ser sano, guapo, delgado, exitoso, moderno y súpercool hay que "saber comer". Vaya eso por delante antes que ser feliz siendo como somos sin alterar nuestra propia naturaleza.

Las mentiras del buenrollismo

Puede que alguno de los que léais el blog penséis que somos unas exageradas. La sociedad ya no está tan obsesionada con la delgadez ni con el cuerpo. Todo eso está superado, dirán algunos. Yo tengo amigos gorditos y todos en el grupo los queremos, afirmarán otros. La diferencia está de moda. Somos un crisol de formas y pesos, nos explicarán. Crisol, una palabra también muy utilizada por el buenrollismo. Como sucede en otros ámbitos (la multiculturalidad, la homosexualidad) esas explicaciones pueden conmover, provocar ternura, pero son totalmente falsas. El día que me acaricie la tripa y me salga un arco iris, cual oso amoroso, ese día empezaré a creerlo. 

Como prueba de ello os traigo el trabajo de la fotógrafa Haley Morris-Cafiero. Pertenecen a dos series llamadas "Wait Watchers" y "Something to Weigh". En la primera de ellas se fotografía a sí misma en la calle. Las miradas de las personas que pasan por su lado forman parte de unas escenas que, si eliminamos sus curvas, se adecuarían completamente a la representación femenina utilizada en muchas imágenes. Lugares solitarios, posturas sugerentes y la mujer ensimismada. En definitiva, una imagen visual pictórica y canónica, clásica. ¿Qué falla, entonces? ¿Qué provoca las miradas de los transeúntes? Ella, claramente.


 

En la segunda de las series, "Something to Weigh", Morris-Cafiero vuelve a tomarse a sí misma como modelo. Como ella misma reconoce, siempre le ha costado mantener la línea. Por ello, en esta serie se fotografía en lugares sociales ligados al ocio (piscinas, restaurantes...) para dar una idea de cómo su figura encaja en ellos. 


Os recomiendo que visitéis su página web: http://haleymorriscafiero.com/about/

 ¿Seguimos con el buenrolllismo complaciente, calmando nuestras conciencias, o nos ponemos manos a la obra para cambiar la percepción de la gente?

A las mujeres les gustan las cicatrices

Eso me dijo un día Pablo -llamémosle así- después de quitarse la camiseta y mostrarme una cicatriz de unos veinte centímetros en el lugar donde una vez estuvo su riñón derecho.
A las mujeres les gustan las cicatrices. Es un hecho antropológico, aseguró. Las heridas de guerra del macho provocan ternura y admiración en la hembra. Palabra de antropólogo. 

En aquel momento le miré a los ojos y pensé: por fin. Al fin un hombre al que no le disgustan las marcas en la piel –es más, las muestra, orgulloso– ni las imperfecciones. Un hombre con menos prejuicios que yo, porque tengo que reconocer que me dio vergüenza que se quitara la camiseta en un bar. Un hombre al que no le importarían mis estrías y, puestos a soñar, tampoco mis varices. Pequeñas serpientes violáceas que recorrían, sinuosas, mis pantorrillas como si fueran un cuadro de Pollock. Entonces, le dije:
                –¿Es algo antropológico? Y a mí que siempre me habían disgustado mis estrías.
 Le miré fijamente. Venga, ríete, pensé. Ríete de mi ingenuidad. Pablo continuaba serio.
                –¿Las estrías? Es que son horrorosas.
                –Pero, ¿no dices que nos gustan? 

Pablo sonrió al fin. La temperatura del bar cambió. Se hizo mucho más cálida y densa. Asfixiante. La tormenta doctrinal se avecinaba. Me explicó que la atracción –de gustar había pasado a atracción– era unidireccional. Procedía sólo de las mujeres hacia los hombres. Jamás de las mujeres hacia sus propias cicatrices. Y, por supuesto, nunca del hombre hacia la mujer. Palabra de antropólogo. Me sentí estúpida. ¿Cómo podía haber hecho aquella pregunta? Menos mal que las varices ni las había mencionado. Aunque llevaba pantalones, crucé las piernas y puse mis manos sobre ellas.



A pesar del disgusto que le producían las estrías, Pablo continuó viéndome. Yo le estaba agradecida por aceptar mi cuerpo imperfecto, veinte años más joven que el suyo. Un cuerpo embadurnado a diario con rosa mosqueta, aloe vera y aguacate. Al cabo de unos meses de aleccionamiento antropológico decidí dejarle. Quedamos en el mismo bar donde se había quitado la camiseta. Mientras rompía con él, Pablo me miraba. En su rostro, su sonrisa doctrinal. Y, con su sonrisa, mi tono se hacía más incisivo, más mordaz. Cuando acabé, me dijo:
                  –Es normal, no te preocupes. Lo entiendo. Te gusto demasiado y eso te asusta. No       puedes  con ello y prefieres dejarme.
Me entró rabia. Le dije que no me atraían ni él ni su cicatriz ni el riñón que le faltaba. Se levantó, la sonrisa todavía puesta, me dio un beso en la frente, paternal, y se marchó mientras murmuraba:
                     –Demasiado enamorada. 

De Pablo aprendí varias cosas. Aprendí que, como me sucedía a mí, vivía en un mundo distorsionado. La diferencia estaba en que él había construido un mundo a su medida. Pablo era impermeable. No tenía resquicios por los que pudiera entrar la crítica. Pero, sobre todo, aprendí que se puede dejar de ser uno mismo. ¿Quién era aquella persona que estuvo con Pablo? No la reconozco.

 No sé si a las mujeres les gustan las cicatrices. Ni siquiera sé si me gustan a mí. Hace mucho tiempo que no puedo separar el cuerpo de la personalidad. Lo que tengo claro es que no me gustan los idiotas.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Miedo, soledad y TCA

Cuántas veces habremos oído la expresión "sentirse solo entre un montón de gente". Este sentimiento es bastante común ¿quién no se ha sentido solo alguna vez? No obstante, y de acuerdo a la temática del blog, en esta entrada me gustaría contaros una historia para que podáis entender con más facilidad cómo siente la soledad una chica con un trastorno de alimentación.

Vera Soledad



Nuestra protagonista de hoy se llama Vera. Es una chica de 27 años de edad que, aunque hoy está bastante recuperada de su trastorno de alimentación a nivel físico, a nivel emocional aún le queda todavía por hacer. Ya sabéis que la parte física de un TCA es solo la punta del iceberg, y que lo realmente importante es siempre lo que hay detrás de él.
Vera aún no consigue gustarse a sí misma, así que sabe que el primer paso para conseguirlo es empezar por aceptarse. Vera cayó en las garras de los trastornos de alimentación con 16 años. En aquellos momentos estaba estudiando en el instituto y hasta hacía poco había sido una chica completamente normal. Lo cierto es que siempre había tenido un poco de dificultad para decir que no a las personas, pero nada con una importancia exagerada.

Sin embargo, sin saber muy bien la causa, esta tendencia de Vera fue poco a poco acentuándose. Temía herir a los demás, y en muchas ocasiones, actuaba por y para ellos, poniéndolos incluso por delante de sí misma. Tanto es así que, con 17 ya cumplidos, empezó a salir con un chico (tras meses y meses de insistencia por parte de él) con el que estuvo cuatro años y medio y del que no llegó a sentir verdadero amor (eso lo sabe ahora, después de mucho tiempo).  Le quería mucho, no quería perderle y tenía miedo de que eso pasara si ella no aceptaba.

Vera no se daba cuenta en ese momento, confundió amistad y admiración con amor, llegando a autoconvencerse de que él era lo mejor para ella y de que le quería con toda su alma. Durante esos cuatro años y medio empezó su auténtico declive. Sus amigas se echaron también novio y dejó poco a poco de verlas.
El nivel de estudios en el bachillerato era mucho más elevado de lo que lo había sido durante la ESO, así que, presa de una auténtica necesidad de dar lo mejor de sí misma en el nuevo curso y víctima de una crisis de identidad en la que ella misma se introdujo, Vera acabó deprimiéndose. Centró toda su atención y energía vital a estudiar todas las tardes en la biblioteca para ser la mejor estudiante del mundo. Al mismo tiempo un día, a la hora de ducharse se miró detenidamente y se vio gorda. No lo estaba en absoluto, pero se propuso adelgazar. Ya llevaba bastante tiempo haciendo cosas muy extrañas con la comida, pero esta vez iba a tomárselo en serio. Aprendió a vomitar y consiguió adelgazar y mucho. Obtuvo también las mejores notas de su clase, de todo su curso, además.

Aunque le sigue costando mucho identificar cuáles eran sus sentimientos entonces, según me cuenta ella, en el fondo de su interior, en lo más profundo de su corazón se sentía muy sola. Lo que estaba pasando es que no se entendía a sí misma, no sabía por qué se sentía tan mal y trataba de forzarse a sentir de otra manera, pero cuanto más lo intentaba, menos lo conseguía. Llegó a la conclusión de que encerrándose en su mundo de estudio y delgadez conseguiría dejar de estar amargada sin saber que acabaría empeorando, con mucho, las cosas. Yo pienso que ella buscaba a alguien que la entendiera, que le supiese decir qué era lo que no iba bien, qué le estaba pasando y por qué. Que alguien se lo explicara era completamente imposible, ni siquiera ella lo comprendía.
 El problema es que Vera no conseguía darse cuenta de que no estaba siendo ella misma, de que continuamente se negaba a sí misma, se boicoteaba y se censuraba, no dejaba aflorar la verdadera persona que llevaba en su interior. Su miedo (un miedo irracional) a todo, a absolutamente todo, acabo arrastrándola por aquellos caminos que los demás le indicaban, sin pararse a pensar qué era lo que en realidad deseaba y quería. Sin quererlo se había convertido en un mera espectadora de su vida, en lugar de ser la actriz principal.

Con el paso del tiempo, Vera comenzó a aislarse. A no querer conocer a la gente, a no disfrutar de una conversación con alguien querido. Lo que tenía era mucho miedo a establecer nuevas relaciones sociales y que los demás se dieran cuenta de lo rara que era. En realidad no era tan rara, pero ella lo creía tanto así, que acabo siendo así. Se sentía torpe cuando estaba con la gente, le daba la sensación de que estaba haciendo el ridículo y cada vez que eso pasaba se sentía más miserable. Estaba segura de que nadie en este mundo era tan poco "querible" como ella, de que no había un sitio adecuado ni una persona con la que se entendiese. Además era muy duro tratar siempre de parecer contenta y feliz, para ella eso suponía un esfuerzo sobrehumano y por eso prefería la soledad a tener que exponerse a los demás.

"Eres una chica solitaria", le habían dicho alguna vez. Y sí, era así. Buscaba la soledad como las plantas buscan el sol, a pesar de que no disfrutaba en absoluto de ella. Cada día que pasaba sola, evitando cualquier tipo de actividad que conllevara estar con los demás, era otro motivo más para recordarse lo desgraciada que era, pero lo prefería a tener que pasar el calvario de tratar de pasar por una persona normal, de tratar de caer bien, de estar a gusto. Estaba segura de que cada vez que quedaba a tomar un café con alguna compañera de universidad se comportaba, aunque quisiera evitarlo a toda costa, como en realidad se sentía: con ganas de irse de allí. No podía evitar estar pensando en otras cosas en lugar de estar en la conversación... pensamientos tipo "qué fea se ha puesto", "qué tía más rara", "debe estar un poco loca" y similares.

Después de contarme su historia -que he resumido muy brevemente aquí- he llegado a la conclusión de que Vera seguía el siguiente esquema:

Baja autoestima - Inseguridad - Incapacidad para decir no - Perfeccionismo - Negación e incomprensión de sí misma y búsqueda de respuestas en los demás - Abandono de la búsqueda de respuestas y de la aceptación por parte de los demás - Aislamiento y soledad autoinducidos pero NO DESEADOS.

Vera solo tiene su historia. Y aunque existen miles de historias iguales o peores, ésta es una historia ligada inevitablemente a la soledad. No soledad en sentido de que no haya nadie más, ya que ella siempre ha estado rodeada de gente: su familia, su novio, sus amigos, compañeros... gente que además se ha desvivido por ella. Me refiero a la soledad provocada por su propia ausencia. A la soledad provocada por un inmenso vacío que solo ella tiene la potestad de volver a llenar.

El miedo siempre ha sido su principal enemigo. La vida es demasiado corta como para temer tanto. El miedo hace que nos cuestionemos absolutamente todo para tomar las decisiones más adecuadas, como si fuésemos a vivir eternamente. A veces hay que quitar un poco de importancia a la vida para darnos cuenta de que si nos la tomamos tan en serio no seremos capaces de disfrutarla. Y el tiempo vuela. Para todos.

Si te sientes como Vera, continúa mirando en tu interior. Las respuestas no las tiene nadie, están dentro de ti. Si las buscas, las encontrarás.