jueves, 14 de noviembre de 2013

A las mujeres les gustan las cicatrices

Eso me dijo un día Pablo -llamémosle así- después de quitarse la camiseta y mostrarme una cicatriz de unos veinte centímetros en el lugar donde una vez estuvo su riñón derecho.
A las mujeres les gustan las cicatrices. Es un hecho antropológico, aseguró. Las heridas de guerra del macho provocan ternura y admiración en la hembra. Palabra de antropólogo. 

En aquel momento le miré a los ojos y pensé: por fin. Al fin un hombre al que no le disgustan las marcas en la piel –es más, las muestra, orgulloso– ni las imperfecciones. Un hombre con menos prejuicios que yo, porque tengo que reconocer que me dio vergüenza que se quitara la camiseta en un bar. Un hombre al que no le importarían mis estrías y, puestos a soñar, tampoco mis varices. Pequeñas serpientes violáceas que recorrían, sinuosas, mis pantorrillas como si fueran un cuadro de Pollock. Entonces, le dije:
                –¿Es algo antropológico? Y a mí que siempre me habían disgustado mis estrías.
 Le miré fijamente. Venga, ríete, pensé. Ríete de mi ingenuidad. Pablo continuaba serio.
                –¿Las estrías? Es que son horrorosas.
                –Pero, ¿no dices que nos gustan? 

Pablo sonrió al fin. La temperatura del bar cambió. Se hizo mucho más cálida y densa. Asfixiante. La tormenta doctrinal se avecinaba. Me explicó que la atracción –de gustar había pasado a atracción– era unidireccional. Procedía sólo de las mujeres hacia los hombres. Jamás de las mujeres hacia sus propias cicatrices. Y, por supuesto, nunca del hombre hacia la mujer. Palabra de antropólogo. Me sentí estúpida. ¿Cómo podía haber hecho aquella pregunta? Menos mal que las varices ni las había mencionado. Aunque llevaba pantalones, crucé las piernas y puse mis manos sobre ellas.



A pesar del disgusto que le producían las estrías, Pablo continuó viéndome. Yo le estaba agradecida por aceptar mi cuerpo imperfecto, veinte años más joven que el suyo. Un cuerpo embadurnado a diario con rosa mosqueta, aloe vera y aguacate. Al cabo de unos meses de aleccionamiento antropológico decidí dejarle. Quedamos en el mismo bar donde se había quitado la camiseta. Mientras rompía con él, Pablo me miraba. En su rostro, su sonrisa doctrinal. Y, con su sonrisa, mi tono se hacía más incisivo, más mordaz. Cuando acabé, me dijo:
                  –Es normal, no te preocupes. Lo entiendo. Te gusto demasiado y eso te asusta. No       puedes  con ello y prefieres dejarme.
Me entró rabia. Le dije que no me atraían ni él ni su cicatriz ni el riñón que le faltaba. Se levantó, la sonrisa todavía puesta, me dio un beso en la frente, paternal, y se marchó mientras murmuraba:
                     –Demasiado enamorada. 

De Pablo aprendí varias cosas. Aprendí que, como me sucedía a mí, vivía en un mundo distorsionado. La diferencia estaba en que él había construido un mundo a su medida. Pablo era impermeable. No tenía resquicios por los que pudiera entrar la crítica. Pero, sobre todo, aprendí que se puede dejar de ser uno mismo. ¿Quién era aquella persona que estuvo con Pablo? No la reconozco.

 No sé si a las mujeres les gustan las cicatrices. Ni siquiera sé si me gustan a mí. Hace mucho tiempo que no puedo separar el cuerpo de la personalidad. Lo que tengo claro es que no me gustan los idiotas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Madre mía ¿esta historia es real?

IB Nosotras podemos dijo...

Desgraciadamente,cuando vives un TCA, es común inventarte una vida paralela,como Pablo, para no enfrentarte a la vida real por miedo.
Con ello quiero decir que,si la historia parece increíble,sí que se es capaz de vivir dos vidas,con la puntualización de que en ninguna de ellas terminas siendo feliz y además pierdes tu propia identidad...